Triplete del portugués. Costa respondió dos veces, falló De Gea y Nacho marcó un golazo. España dejó ir un partido que tenía ganado.
Fernando Hierro presentaba el rostro semiacongojado, como si no hubiera podido ensayar el semblante. España salió muy dócil, con una pasividad absolutamente opuesta al brío cojonudista demostrado por Rubiales estos días pasados. Así las cosas, Cristiano pudo coger fácilmente la pelota y hacer en el extremo una olvidada bicicleta. Nacho se la comió en parte, y él puso la habilidad restante para que el árbitro, con omisión del VAR, pudiera pitar penalti.
Portugal cometió el error de replegarse y contribuir a la recuperación de la idiosincrasia española. España comenzó a amasar su juego, primero muy lejos, después más cerca, y al final en las cercanías de la portería. Fue un maravilloso recital de Iniesta, emocionante por su progresiva despedida. Contribuyó Isco también con su perseverancia, pero aunque los dos tenían la pelota (un 20% de la posesión era de los dos), Iniesta era afilado, incisivo. Por un momento, el toque español fue hipnótico, casi infantil a veces. Hubo una pequeña ocasión de Silva tras tocarla Costa, que está, ya lo sabemos, para hacer pequeño el fútbol alto, para bajárselo a los pequeños, a sus compañeros. Costa, gigante que redimensiona lo que de otra forma se perdería. Iniesta hizo en esos minutos de recuperación una jugada asombrosa en la que paró y derrapó, en esa zona suya del extremo interior, ¡Iniesta no ha sido extremo, ha sido íntimo! ¡Ha inventado ese filo interno del juego que es el corte interior de Iniesta!
Las contras portuguesas eran una obra personal de Cristiano entorpecida por sus compañeros. Todos los balones que tocó Cristiano en esa primera parte los tocó bien. Era el Cristiano de nueve puro del Madrid pero aún más plenipotenciario. Vemos que aún puede ser mejor. Enseñó al Madrid y a España que puede ser más monstruoso. El gol español no vino por el toque y la meditación, sin embargo. Hay algo que valorar mucho en Iniesta y es que siempre empieza con la misma ilusión la jugada, sabiendo, o quizás sin pararse a pensar, que de esas aventuras que empieza muy pocas acaban en gol. Da igual. Lo importante es la acción que enciende el motor.