Por Horacio Archundia, Cronista Municipal y de la Ciudad de Manzanillo
No quiero escribir aquí la historia del terremoto del que hoy se cumplen veinticuatro años. Miles de nosotros lo vivimos. Cada uno tiene su propia experiencia. Cada quien tiene algo que narrar, desde la perspectiva o el lugar donde lo sorprendió el fenómeno.
De acuerdo a los datos difundidos entonces por el Servicio Sismológico Nacional, el terremoto tuvo su epicentro en las costas de nuestro Estado, frente al puerto de Manzanillo y alcanzó una magnitud de 7.6 grados en la Escala creada por Charles Francis Richter, aunque algunas fuentes aseguran fue de 8.1 grados.
Las autoridades contabilizaron la muerte de 49 personas: 32 en el hotel Costa Real, derrumbado por el movimiento trepidatorio, 8 en los locales de la Plaza Santiago, y 9 en distintos lugares del municipio: uno en El Colomo, uno en Cedros, dos en Manzanillo centro, uno en El Chavarín, uno en la Colonia Benito Juárez, uno más en el Llano de la Marina, uno en el Hospital General de Zona del IMSS – debido a una fortísima crisis diabética-, y una mujer en Santa Rita.
La cifra pareciera minúscula, pero una sola vida que se pierde causa dolor y terrible daño moral en el ánimo de la sociedad. Causó de hecho más muertes el sismo del 21 de enero del 2003, pero el dramatismo del que hoy recordamos residió precisamente en el lapso larguísimo – veintidós años también- entre el último gran terremoto que vivimos los manzanillenses – el de enero de 1973-, y el de octubre, porque el de septiembre de 1985 no produjo sino estupor, ligeros daños y cierto temor, pero no muerte y destrucción como el que en esta fecha padecimos.
Entre el terremoto de 1973 y el de 1995 pasaron veintidós años. Y entre el de 1995 y ahora, se cumplen veinticuatro.
Desde 1973 en que hubo muertos, los manzanillenses no habíamos visto correr sangre bajo los escombros, ni contamos víctimas de movimiento telúrico. De allí nuestro dolor, nuestra angustia, la marca, la huella imborrable y lacerante.
En el año 2003, otra sacudida terrible nos marcó para siempre: con más muertos, – pero esta vez en la zona norte del Estado-, pocos, ciertamente en Manzanillo.
El terremoto que hoy nos entristece recordar tiene ese sello: la circunstancia de que ya habíamos olvidado el dolor de los caídos en 1973 y de golpe vino a confirmarnos el poderío de la naturaleza.
Con el terremoto, Manzanillo perdió numerosos edificios públicos: el Palacio Federal, la Central Camionera, el Hospital General de Zona del Imss, el Mercado 5 de Mayo, que quedaron inutilizados, dañándose además -aunque en mínima parte-, el Hospital Civil de San Pedrito – el centro de Salud de la Colonia Burócrata-, la termoeléctrica, el recinto portuario de San Pedrito, el aeropuerto, carreteras, puentes, escuelas, etcétera, siendo afectados además cientos de viviendas de todo el municipio. Por la parte oficial, según los cálculos de esos días, las pérdidas se acercaron a los trescientos veintiún millones de pesos. Las pérdidas de los particulares fueron incuantificables, porque mucha gente reconstruyó sin ayuda oficial o sin notificar las modificaciones y reparaciones de sus casas.
En suma: el terremoto del 9 de octubre de 1995, que fue un lunes, dejó herrado a fuego y sangre al pueblo de Manzanillo. Aquí inserto algunas de las muchas fotografías que conservamos en el Archivo Histórico del Municipio. Que sirvan de testimonio de lo significa el poder de la naturaleza, y como enseñanza para saber qué debemos hacer para edificar nuestros hogares y centros de trabajo.
De la naturaleza no aprendemos las lecciones a tiempo. Desafortunadamente siempre nos agarra sorprendidos porque una vez que se nos pasa el miedo volvemos a ser descuidados.
Testimonios hay muchos. Incluso el mío, -me sorprendió en el tercer piso del Palacio Municipal-, pero me quedo con el caso de un hombre al que vi llorar desconsolado cuando arribó el día 10 a las ruinas del Hotel Costa Real, y arrodillado se postró gritando por la pérdida de ocho de sus familiares: sus padres, tres de sus hermanas y tres sobrinos, hospedados en ese lugar, que el sismo echó por tierra. Ese hombre se llama – si vive-, Ambrosio Mejía Esquivel, y es oriundo de Peribán, Michoacán. Sus padres vinieron de vacaciones a Manzanillo acompañados de sus hijas y tres nietos. Todos perdieron la vida. Su caso sonó incluso a nivel nacional. Estuve junto a él y aún recuerdo sus palabras al Altísimo: “¿Qué hice Señor para que me castigaras de esa forma?”. Muchos sentimos húmedas las mejillas cuando después, desde un frigorífico sacaron los cuerpos de su amada familia para entregárselos inertes. Lección que nunca, en ya muchísimos años, he olvidado. El rostro de un hombre entero descompuesto por el dolor.
Por respeto a la memoria de los caídos, y porque siempre estaré en contra del morbo y la curiosidad malsana no incluyo imágenes de los cuerpos que fueron rescatados. Conservo algunas. Pero esos momentos de dolor no se le desean a nadie y merecen el respeto pleno de todos.
Descansen en paz.